lunes, febrero 07, 2005

CIENCIA Y RELIGIÓN

La ciencia, aplicada con coherencia, a cambio de sus muchos dones impone cierta carga onerosa: se nos exhorta, por muy incómodo que pueda ser, a considerarnos científicamente a nosotros mismos y nuestras instituciones culturales, a no aceptar lo que se nos dice sin crítica; a superar como podamos nuestras esperanzas , presunciones y creencias no examinadas; a vernos a nosotros mismos como realmente somos.¿Podemos dedicarnos a conciencia y con valentía a seguir el movimiento planetario o la genética de la bacterias hasta donde nos lleve la investigación y declarar al mismo tiempo que el origen de la materia o el comportamiento humano están más allá de nuestro alcance? Como el poder explicativo de la ciencia es tan grande, en cuento se capta el truco del razonamiento científico, uno está dispuesto a aplicarlo a todo. Sin embargo, mientras miramos profundamente en nuestro interior, somos capaces de desafiar ideas que nos dan consuelo ante los terrores del mundo.

Cuando los antropólogos revisan los miles de culturas y etnias distintas que comprende la familia humana, se sorprenden de que haya tan pocas características constantes y siempre presentes por muy exótica que sea la sociedad. Hay culturas, por ejemplo- la ik de Uganda es una de ellas- en las que los Diez Mandamientos parecen ser ignorados sistemática e institucionalmente. Hay sociedades que abandonan a sus viejos y recién nacidos, se comen a sus enemigos, utilizan conchas marinas, cerdos o mujeres jóvenes como moneda de cambio. Pero el incesto es un fuerte tabú para todas, todas usan la tecnología y casi todas creen en un mundo sobrenatural de dioses y espíritus… a menudo relacionados con el entorno natural que habitan y el bienestar de las plantas y animales que comen. (Las que tienen un dios supremo que vive en el cielo tienden a mostrarse más feroces, por ejemplo, torturando a sus enemigos. Pero eso es sólo una correlación estadística; no se ha establecido un vínculo casual, aunque naturalmente las especulaciones surgen sin esfuerzo.)

En toda sociedad así hay un mundo de mito y metáfora que coexiste con el mundo del trabajo cotidiano. Se hacen esfuerzos para reconciliarlos y se tienden a ignorar los bordes desiguales de la ensambladura. Hacemos compartimentos. Algunos científicos también lo hacen y pueden pasar sin esfuerzo del mundo escéptico de la ciencia al mundo crédulo de la fe religiosa sin ningún problema. Desde luego, cuanto mayor es la inadaptación entre esos dos mundos, más difícil es estar cómodo en ambos sin trastornos de conciencia.

En una vida corta e incierta parece cruel hacer algo que pueda privar a la gente del consuelo de la fe cuando la ciencia no puede remediar su angustia. Los que no pueden soportar la carga de la ciencia son libres de ignorar sus preceptos. Pero no puede servirse la ciencia en porciones aplicándola donde nos da seguridad e ignorándola donde nos amenaza…nuevamente, porque no somos bastante sabios para hacerlo. Excepto si se divide el cerebro en compartimentos estancos,¿cómo es posible volar en aviones, escuchar la radio o tomar antibióticos sosteniendo al mismo tiempo que la Tierra tiene unos diez mil años de antigüedad y que todos los sagitario son gregarios y afables?

¿He oído alguna vez a un escéptico que se creyera superior y despreciativo? Sin duda. A veces incluso he oído ese tono desagradable, y me aflige recordarlo, en mi propia voz. Hay imperfecciones humanas en todas partes. Incluso cuando se aplica con sensibilidad, el escepticismo científico puede parecer arrogante, dogmático, cruel, despreciativo de los sentimientos y creencias profundas de otros. Y debo decir que algunos científicos y escépticos consagrados aplican esta herramienta como si fuera un instrumento basto, con poca finura. A veces parece que la conclusión escéptica haya surgido antes, que se ignoren las opiniones sin haber examinado previamente las pruebas. Todos tenemos en gran estima nuestras creencias. Son definitorias hasta cierto punto. Cuando aparece alguien que desafía nuestro sistema de creencia porque considera que la base no es buena- o que, como Sócrates- se limita a hacer preguntas molestas que no se nos habían ocurrido o nos demuestran que hemos escondido bajo la alfombra las presunciones subyacentes clave-se convierte en mucho más que una búsqueda de conocimiento. Lo sentimos como un ataque personal.

En la manera en que se aplica a veces el escepticismo a temas de interés público hay una tendencia a minimizar, condescender, ignorar el hecho de que, engañados o no, los partidarios de la superstición y la pseudociencia son seres humanos con sentimientos reales que, como los escépticos, intentan descubrir cómo funciona el mundo y cuál podría ser nuestro papel en él. Sus motivos, en muchos casos, coinciden con la ciencia. Si su cultura no les ha dado todas las herramientas que necesitan para emprender esta gran búsqueda, templemos nuestras críticas con la amabilidad. Ninguno de nosotros llega totalmente equipado.

Está claro que el uso del escepticismo tiene límites. Debe aplicarse algún análisis de coste-beneficio y si el confort, el consuelo y la esperanza que ofrecen el misticismo y la superstición son altos, y el peligro de creer en ellos es bajo, ¿no deberíamos guardarnos nuestros recelos? Pero el tema es engañoso. Imagínese que entre en un taxi de una gran ciudad y, en el momento en que se sienta, el taxista le empieza a arengar sobre las supuestas iniquidades e inferioridades de cierto grupo étnico. ¿Es mejor mantenerse callado, sabiendo que quien calla otorga? ¿O tiene la responsabilidad moral de discutir con él, expresar indignación, incluso bajar del taxi, porque sabe que el silencio le alentará la próxima vez mientras que disentir con vigor le obligará a pensárselo dos veces? Del mismo modo, si asentimos en silencio al misticismo y la superstición-incluso cuando parecen ser un poco benignos- somos cómplices de un clima general en el que el escepticismo se considera poco correcto, la ciencia tediosa y el pensamiento riguroso un poco envarado e inadecuado. Para conseguir un equilibrio prudente se necesita sabiduría.

Tomado de “El mundo y sus demonios” por Carl Sagan

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