Por Pablo Capanna
En esos años la historia de las religiones era un campo relativamente nuevo, y la tendencia que estaba en boga era el reduccionismo naturalista. Se decía que todas las religiones, incluyendo mitos, dogmas y rituales, no eran otra cosa que una explicación poética de la naturaleza, sobre todo de los ciclos astronómicos. Lo cual no dejaba de ser verdad en ciertos casos, pero difícilmente aplicable a las religiones históricas.
Para los reduccionistas, los fundadores de religiones jamás habían existido. Eran apenas personificaciones del Sol, la Luna, el rayo o el viento. Personajes como Buda, Confucio, Zaratustra, Moisés y Cristo eran sólo mitos solares. Los eruditos hacían malabarismos con las etimologías para ajustar sus vidas al ciclo de las estaciones y a la marcha del Zodíaco.
Probablemente harto de pedanterías, Perès escribió un librito que llevaba por título Napoleón jamás existió, o El gran error, fuente de innumerables errores en la historia del siglo XIX. Corría 1835, y no hacía demasiado tiempo que Bonaparte había muerto, pero Perès demostraba con toda seriedad que había sido un personaje fabuloso. Napoleón era apenas otro dios solar, como Apolo. ¿Acaso no había ahogado la Revolución, del mismo modo que Apolo había vencido a la serpiente Pitón?
Para Perès, las pruebas sobraban. El emperador corso tuvo cuatro hermanos (las cuatro estaciones), por su vida pasaron dos mujeres (la Tierra y la Luna), tuvo un solo hijo (igual que Osiris) y doce generales (los signos del Zodíaco). Como el Sol, Napoleón inició su marcha en el Oriente (Egipto) pero fue a morir al Occidente (Santa Elena) tras haber intentado alejarse del Ecuador para sufrir su mayor derrota en los campos helados de Rusia.
En 1835, todavía vivía mucha gente que había conocido a Napoleón o tenía recuerdos de esos años. Por toda Europa había huellas de las guerras napoleónicas. Sin embargo, argumentaba Perès, si el corso (que ya se estaba convirtiendo en leyenda) hubiera vivido tres mil años antes y sólo contáramos con versiones literarias de su vida, los eruditos ya se hubieran puesto a explicar su carrera en términos astrales o meteorológicos.
Por supuesto, nadie llegó a dudar de la existencia de Napoleón. La argumentación de Perès era impecable y se ajustaba perfectamente al paradigma del momento, pero tenía un inconveniente: no se ajustaba a los hechos. Pero lo que no sospechó Perès fue que en el siglo XX, a pesar de todos los avances metodológicos, se construirían seudohistorias arbitrarias para usarlas como soporte de una identidad étnica o un interés político. En ciertos casos, esas seudohistorias se transferirían a los planes de estudio destinados a ciertas minorías, erigiendo el multiculturalismo en criterio de verdad.
Todo empezó en Africa
Cuando la egiptóloga Mary Lefkovitz se hizo cargo en 1993 de una cátedra en Howard (Washington) se sorprendió de que toda la comunidad universitaria estuviera obsesionada por Egipto. Los estudiantes, negros en su mayoría, usaban ropas y collares “egipcios”, sabían de memoria el Libro de los Muertos y teatralizaban historias de faraones. Más sorprendida quedó cuando comenzaron a preguntarle cómo hacían los egipcios para controlar la electricidad o cuándo habían colonizado Europa. Un día le explicaron que la pintura egipcia de un pájaro representaba un avanzado planeador.
La egiptóloga acababa de tropezar con el afrocentrismo, un movimiento ideológico nacido entre ciertos grupos afronorteamericanos de Estados Unidos que también comienza a proyectarse en Europa, de la mano de las migraciones.
El nacionalismo negro fue creado en los años veinte por el jamaiquino Marcus Garvey. El discutido líder separatista enseñaba que bastaría con inculcar sentimientos de superioridad en los jóvenes negros para que aprendieran a sentirse ganadores.
Con el tiempo, algunos intelectuales afros no se conformaron con reivindicar la negritud. Se lanzaron a reconstruir la historia universal con criterios “africanistas” y crearon una seudohistoria que hoy tiene sus profesores y sus cátedras. Los ciudadanos negros de Milwaukee, por ejemplo, pueden educarse en escuelas “de inmersión afrocéntrica” llamadas M. Luther King o Malcolm X. En Atlanta, Washington D.C. y Detroit no sólo aprenderán a rescatar sus raíces. Les enseñarán que toda la civilización occidental ha sido robada a los africanos, que Sócrates y Cleopatra eran negros y que Aristóteles era un plagiario. En ciertos casos les hablarán de la superioridad de “la gente del Sol” sobre “la gente del hielo” o les hablarán del “melanismo”, un nuevo racismo que -.a falta de Atlántida-. pone el origen de la raza negra en el continente perdido de Mu.
Naturalmente éste es el resultado de siglos de colonialismo, esclavitud, segregación y discriminación, que terminan por engendrar estas reacciones. Pero no por eso deja de estar llena de disparates.
Mentiras piadosas
Los principios afrocéntricos pueden encontrarse en las obras de profesores universitarios norteamericanos como George M. James, Martin Bernal (Atena negra, 1987), Molefi Asante, Leonard Jeffries, Yosef A. A. ben Jochannan o del senegalés Cheikh Anta Diop (Civilización o barbarie, 1981). Todos convergen en tres tesis:
-Egipto fue la mayor civilización de la Antigüedad; de allí los griegos tomaron toda su cultura.
-Los egipcios eran negros.
-Existió una enorme conspiración para mantener ocultos estos hechos.
Lo primero que llama la atención es que los afronorteamericanos hayan elegido Egipto como cuna de sus ancestros. Si realmente hubiesen querido estar orgullosos de sus orígenes, hubieran podido exaltar las civilizaciones del Africa Negra como Nubia, Axum, Mali, Ife, Benin y Zimbabwe, de algunas de las cuales quizá vinieran sus antepasados.
De hecho, al empeñarse en ser egipcios parecen sucumbir al prejuicio eurocéntrico. En lugar de reivindicar sus culturas africanas, se apropian de figuras como Cleopatra, cuya popularidad se debe ante todo a Hollywood. Recordemos que también abundan las personas que dicen ser la reencarnación de Cleopatra, pero muy pocas de Nefertiti.
La situación no es nueva; en tiempos de Filón, los judíos alejandrinos aseguraban que Platón había estudiado con Moisés. Pero entonces la historia todavía no aspiraba a ser una ciencia rigurosa.
Para los afrocéntricos, todas las grandes figuras romanas nacidas en Africa, como San Agustín o el poeta Terencio, fueron negros. Lo mismo dicen del estratega cartaginés Aníbal, que como buen fenicio era de origen cananeo. Pero también se asegura que el ateniense Sócrates, a quien sus vecinos comparaban con un sileno (fauno) debía ser negro, porque lo mismo decían de los etíopes...
Entre los más pintorescos aspirantes a la negritud se encuentra Cleopatra VII, aquella que hizo célebre Liz Taylor. Obsérvese que, por corrección política, en las versiones cinematográficas más recientes Cleopatra aparece cada vez más tostada. Cleopatra no era egipcia, como no lo eran los Tolomeos, venidos de los Balcanes. Lo único dudoso en su genealogía es la pigmentación de su abuela paterna, la amante de Tolomeo IX. Pero con eso les basta a los afrocentristas para afirmar que la más famosa de las Cleopatras era negra.
Los morenos del Nilo
¿De qué color eran los antiguos egipcios? No se trata de una cuestión metafísica, porque nos han dejado abundantes pinturas y esculturas. Por supuesto, ni siquiera Neustadt los hubiera hecho rubios y de ojos celestes, y quizás en Alabama no los hubiesen dejado entrar a un restaurante. Los afrocéntricos más moderados, como el senegalés Diop, los encuadran en la raza “hamítica”, una categoría del siglo XIX hoy caída en desuso, como el mismo concepto de "raza".
Sabemos que los egipcios se veían a sí mismos como más claros que los nubios y más oscuros que los libios. De hecho, hubo faraones venidos de Nubia, es decir, negros. Al parecer los egipcios no discriminaban demasiado y deben haber practicado un activo mestizaje. En cuanto a los egipcios modernos, se molestaron cuando Hollywood eligió a un actor negro para interpretar a Anwar el Sadat.
El botín de Aristóteles
Según otro dogma afrocéntrico, los griegos nunca tuvieron talento para la ciencia, la filosofía y el arte. El culto de Sócrates, Platón y Aristóteles fue una suerte de “operación de prensa” que dominó las políticas educativas de los últimos 2500 años. En realidad, todo el saber que se atribuye a los griegos fue robado a Egipto, es decir a los africanos.
Así lo enseñó George G. M. James en su libro La herencia robada (1954), una de las Biblias afrocentristas. Para James, la historia que nos enseñaron ha sido deformada para ocultar estas verdades, pero ahora ha llegado la hora del revisionismo.
Según James, los griegos perdieron las guerras contra los persas, pero nos hicieron creer lo contrario. La filosofía griega es un plagio del Libro de los Muertos egipcio. El cual, como sabemos, no era un libro de filosofía sino una serie de prescripciones rituales.
Aristóteles, que desde el Renacimiento había dejado de recibir insultos, ha vuelto a ser el malo de la película. James dice que él saqueó los textos africanos (egipcios) que estaban en la Biblioteca de Alejandría para copiar todas sus ideas. Luego otros griegos destruyeron la Biblioteca para no dejar huellas.
El disparate es total, si se considera que Aristóteles murió en 322, unos años antes de que se fundara la Biblioteca; es imposible que visitara algo que aún no existía. Sin embargo, cuando Mary Lefkovitz se lo hizo notar a Ben Jochannan en una conferencia de 1996, los estudiantes la acusaron de “racista” y la obligaron a callarse.
Por otra parte, en la destrucción de la biblioteca colaboraron César, Aureliano, Teodosio y el califa Omar, a quien la tradición cargó con todas las culpas. De hecho, ningún griego.Desde esta lectura conspirativa de la historia también se ha puesto en circulación la leyenda de que la nariz de la Esfinge fue mandada mutilar por Napoleón para ocultar sus rasgos negroides, que aparentemente no habían molestado a nadie hasta entonces.
Esto lo denunció ante millones de personas Louis Farrakhan, el líder de los Musulmanes Negros, el mismo que asegura haberse entrevistado varias veces con Malcolm X, que estaría vivo en una nave espacial orbitando la Tierra. Su grupo, La Nación del Islam, también editó el libro de Tony Martin Las relaciones secretas entre negros y judíos, donde acusa a “los judíos” de haber manejado el tráfico de esclavos entre Africa y América. Un cuadro alarmante porque recuerda a las especulaciones de los ariosofistas y racistas vieneses de principios de siglo.
Por si a alguien le interesa, la nariz de la Esfinge fue mutilada en el año 1378 por el fanático sufí Mohammed Sa’im al-Dahr, un hombre del Islam.
Los egipcios, un mito griego
Se podría decir que el mito de la superioridad egipcia fue construido por los griegos, especialmente Heródoto y Platón. La influencia de la cultura egipcia sobre los griegos es algo ampliamente reconocido, y abarca desde la escultura primitiva y las columnas dóricas hasta la trigonometría de Pitágoras y Tales de Mileto. Los griegos del período clásico alababan a sus maestros los egipcios, sin sospechar que algún día serían acusados de robarles.
Las fantasías en torno a la sabiduría egipcia renacieron durante el Imperio Romano, cuando se escribieron los libros apócrifos de Hermes Trismegisto.
Otro hito importante para la mitificación moderna de Egipto y las pirámides fue una novela histórica del siglo XVIII. En 1732 el abate Terrasson, un profesor de griego, escribió la novela Sethos, donde atribuía a los egipcios una sabiduría secreta llamada Sistema de los Misterios. En su época, todavía no se habían descifrado los jeroglíficos, y Terrasson hacía uso de su imaginación; pero, como suele ocurrir, hubo mucha gente que se lo tomó en serio. El Sistema de los Misterios, tal como él lo había imaginado, fue incorporado al ritual masónico y pasó tal cual a La flauta mágica de Mozart.
Lo que había hecho Terrasson era volver a mitificar a los egipcios, continuando la obra de griegos y romanos. Pero lo que no imaginó es que ese mito sería usado en el siglo XX con fines ideológicos.
En cierto modo, algo tienen de razón los afrocéntricos: todos somos de origen africano. Por lo que sabemos hasta hoy, todos derivamos de aquellos australopitécidos de Etiopía o Tanzania que vivían en Africa hace dos millones de años, pero es probable que entonces todos tuvieran la misma pigmentación.
Deconstruyendo el mito
Una de las escasas voces que han intentado sacar al afrocentrismo de su contexto político para juzgarlo como dislate histórico ha sido la de Mary Lefkowitz, autora del libro Not Out of Africa (1996), subtitulado Cómo el afrocentrismo llegó a ser la excusa para enseñar mitos en lugar de historia.
La egiptóloga asegura que hubiera deseado no tener que escribir cosas como éstas, pero sigue pensando que “las universidades no deberían contratar geógrafos que enseñaran que la Tierra es plana”.
Sin embargo, su voz ha quedado casi aislada en el mundo académico. En privado todos admiten que la seudohistoria afrocéntrica es un delirio sin fundamentos, pero temen ser confundidos con los racistas blancos. Por supuesto, éstos son los frutos del racismo blanco y de las nuevas formas seudocientíficas de discriminación hacia los negros que recientemente han vuelto a aparecer en Estados Unidos. Pero el producto es un disparate. Además, como señalan algunas voces académicas, es hipócritamente tolerado en nombre del multiculturalismo por una clase gobernante más bien racista, para darles a los negros una educación deficiente y mantenerlos alejados del poder de decisión.
Los negros terminan siendo, pues, las primeras víctimas del afrocentrismo y reciben una educación que las universidades no darían jamás a los estudiantes blancos. Recordemos que en Un mundo feliz de Huxley, los Alfas, Betas y Gammas eran felices porque se les hacía creer que cada grupo era superior al resto.
La víctima más importante –además de la lucha contra el racismo– resulta ser la verdad histórica, que naufraga en un mar de relativismo, el mismo en que nadan otros revisionismos caprichosos como el de los creacionistas o los negadores del Holocausto. Con tal variedad de propuestas, un hipotético niño norteamericano que cambiara varias veces de domicilio y de escuela podría llegar a tener ideas algo confusas sobre Cleopatra: ¿negra, lesbiana, nacida en la Atlántida, en Mu o extraterrestre?
Admitimos que el saber histórico se construye, pero como en cualquier otra ciencia, la evidencia fáctica es la que tiene la última palabra. Pero así como existen seudociencias casi inocuas que sólo seducen a pequeños grupos, una historia escrita a la medida de los intereses políticos puede llegar a tener un alcance tan imprevisible como indeseable.
1 comentario:
Qué ondas! REcibí tu email, gracias! Ahora pasaré al otro blog que referencias. Saludines!
P.S. Muy interesante tu post.
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