“Un fantasma recorre el mundillo de humanistas seculares, ateos, agnósticos y herejes: el fantasma de los Brights... Que las religiones, supersticiones y credos dominantes tiemblen ante la revolución neo-iluminista. Los creyentes no tienen nada que perder más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo por ganar: el mundo real. ¡Brillantes del mundo, uníos!”
Si algún creyente pro-capitalista acaba de tropezar con el párrafo de arriba, puede relajarse: ese texto es, apenas, una inofensiva parodia, en clave racionalismo-rabioso, del programa difundido por Carlos Marx y Federico Engels en la Inglaterra de 1848. Aquella proclama contra el capitalismo, la explotación y la burguesía era un modestísimo folleto de 23 páginas. Se titulaba El Manifiesto Comunista y su difusión explosiva cambió la faz del mundo. Pocos textos, aparte de la Biblia, fueron tan influyentes. Pocos textos penetraron con tanta fuerza en la cultura de su tiempo. ¿Sus virtudes? Tal vez, poseía la mística –el sutil encaje entre intuición, discurso y necesidad– que requiere todo texto que busca impulsar cambios sociales.
La militancia racionalista, incluso antes de que los bright [1] subieran a escena, también tantea en la oscuridad buscando un tono que le permita influir con más eficiencia sobre el curso del mundo. ¿Acaso hace falta una mística –inspirada en algo así como una plegaria capaz de exorcizar el espíritu de los tiempos– para comunicar una cosmovisión que traspase los poros por donde respira la inteligencia social?
Se podrá argüir que conocer esa respuesta sería como tener la fórmula de la Coca-Cola en el Amazonas, donde hay pocos inversores y ninguna demanda. Sin embargo, pareciera que –al menos en Latinoamérica y España– estamos atravesando un período donde no hay que ser visionario para acertar con el diagnóstico: nunca como ahora (ruego al lector me desmienta si mi percepción está errada), tantos intelectuales, escritores, científicos, artistas, militantes por los derechos civiles coincidieron en afirmar su hastío ante la intromisión de las burocracias religiosas en asuntos tan palmariamente humanos y ajenos a los distritos de la fe. Tal vez porque nunca como ahora esa intrusión estuvo tan clara.
Hoy, una minoría irreligiosa tiene el privilegio de compartir el sentimiento de millones de creyentes que, con la unción de Benedicto XVI, ven venir la exacerbación fundamentalista.
El ex cardenal Joseph Ratzinger, de quien debería preocupar menos su pasado que su presente, ahora cuenta con la bendición incondicional del Altísimo para arremeter contra los ciegos ante la realidad de Dios y relativistas morales que –en nombre de la secularización– son la antesala de abominaciones infernales como el derecho a disfrutar de una pareja del mismo sexo, a disponer de una vida y una muerte dignas, a forrarse el pene para impedir la expansión del HIV y hasta el derecho a no creer en ningún dios.
En la Argentina, la espontánea reacción masiva que salió a las calles para respaldar la libertad de expresión del artista León Ferrari, la campaña contra el HIV del gobierno (que comenzó a distribuir 18 millones de contraceptivos pasando por alto la condena del Episcopado) y el hecho de que el 66% de los españoles concuerden con la ley que regulará en su país los matrimonios homosexuales (“la más importante provocación que ha sufrido la fe cristiana”, según el obispo Jesús García Burillo), parecen ser puntas del mismo iceberg.
La Iglesia, según el creciente estado de opinión, no tiene por qué intervenir en la libre elección de quienes no comulgan con sus creencias. En cada vez más sociedades se hacen oir voces que reclaman la vigencia de un estado de igualdad ante la ley que coincide con los principios del laicismo, la filosofía política que aspira a lograr la neutralidad confesional del Estado en aquellas instancias claves en la vida de las personas donde no deben prevalecer valores discutibles como las tradiciones, la fe o incluso la falta de ella si no el derecho de cada individuo a ejercer su libertad de conciencia.
Lo curioso es que este clima (que con la mística adecuada podría encausar ese sentimiento de insatisfacción) no parece estar acompañado por un movimiento social que no sólo declame la voluntad de contrapesar la influencia de la Iglesia, sino que posea la organización capaz de introducir o profundizar los cambios que mantengan su influjo alejado de los espacios públicos: hasta ahora, ningún movimiento humanista secular, racionalista, ateo, agnóstico, brillante o apagado, logró articular (no ya impulsar) un programa con suficiente fuerza de convicción, consenso y motivación que inspire a millones de almas dispuestas a firmar un llamamiento a emancipar a los hombres –laicos o ateos, agnósticos o religiosos– de los caprichos dogmáticos del fundamentalismo.
Quién sabe: a lo mejor, apelar a esa mística es contraproducente [2]. Las profecías seculares de Marx y Engels motivaron a las masas a la acción para que impusieran sus programas –fugazmente, eso sí– en varios países y el mundo siguió girando a despecho del optimismo que sus pronósticos suscitaron: la humanidad caminó en puntas de pie entre dos guerras mundiales, una tercera tan fría que de esa tensión estalló la revolución tecnológica (en ocasiones contra natura, cosa que no es de bien pensantes atribuir a la insensibilidad científica sino a despiadados regímenes políticos) y, entre tanto, ya cayeron dos bombas atómicas, un muro y dos torres.
Hoy basta prender la TV a cualquier hora para constatar que el capitalismo –con sus lacras globalizadas– luce radiante: la revolución socialista –en cualquiera de sus presentaciones– fracasó en toda la línea. Sus esbozos más recientes hacen bostezar a los nostálgicos que repasan los cuadernos del Che, ponen en el Winco el último LP de Silvio Rodríguez o desesperan porque ni en las reuniones de consorcio quedan vestigios de las consignas de la Revolución Francesa. El socialismo no se ha extinguido pero, salvo algunos partidos poco visibles, ya no espera arrasar con el capitalismo por la fuerza de las armas o por la presión de multitudes hambreadas enfrentando en las calles a las fuerzas represivas: ahora participan de la democracia con la ilusión de que, poco a poco, sus propuestas serán eventualmente consagradas por el voto de la mayoría (siempre y cuando sus principios sobrevivan a la voracidad del sistema).
El laicismo no tiene por qué perder ninguna batalla. Sólo necesita objetivos claros, fáciles de comunicar y capaces de autorreproducirse. Si esos objetivos están poco teñidos de ideología, tanto mejor: su exceso torna sospechosas a las mejores intenciones. Probablemente, una de las desviaciones mezquinas de la secularización –que si constituye una amenaza de la libertad de cultos puede poner en peligro el pluralismo y por lo tanto la democracia– es la sacralización de la racionalidad como verdad opuesta a la espiritualidad.
Esa reificación de la razón como fuente de “valores verdaderos” puede anegarse en el sentimiento de impotencia que suele despertar el coyuntural éxito de voceros religiosos cuya extraordinaria capacidad para influir sobre políticas públicas enoja tanto.
Algunos ateos, más los que confunden laicismo con sermón comecuras, deberían considerar que la utopía de un mundo liberado de la religión también entraña riesgos totalitarios y que el modo de construir el laicismo no es sobre la base de la diatriba antirreligiosa sino sobre propuestas que consagren la igualdad ante la ley.
A mi modo de ver, a los librepensadores del mundo, sobre todo a los más preocupados por el poder del fundamentalismo católico, les falta un tornillo para ajustar su cosmovisión. Y ese tornillo a veces es el que los conecta con la realidad: en muchos ambientes se advierte un discurso orientado a luchar por un mundo sin religión. Pero el sueño ateo de un mundo liberado de las religiones, la magia o de lo sobrenatural no sólo es imposible sino que las consecuencias de esa lucha pueden dejar heridas tan graves como las que causa el fundamentalismo que se repudia. La sed de espiritualidad es inherente a millones de seres humanos, y su religiosidad –salvo mejor argumento– debe ser comprendida como un compensador que regula las tensiones sociales: los argumentos lógicos que defiende el racionalismo ateo son incapaces de modificar los permanentes desajustes entre realidad material y sueños de prosperidad, entre los deseos de ascenso social y las estrategias psicológicas propias de quienes abrevan de lo sagrado para resistir a las frustraciones de vivir en un mundo injusto. El discurso racionalista, a menos que profundice su capacidad para introducir transformaciones sociales, no sustraerá a la mente religiosa de la ilusión de una vida futura donde “todo será mejor”.
Nada, menos las utopías sociales productivas, tiene que ser considerado valor inalterable en un mundo sacudido por flujos y reflujos culturales que reclaman continuas revisiones. Por eso, entiendo que la tolerancia a la diversidad cultural es un valor que debe ser defendido con la misma vehemencia con que se exige el derecho a ser iguales ante la ley: la religión tiene tanto derecho a expresar sus dogmas como el que tienen los racionalistas de criticarlos, incluso en el marco de la educación pública.
Ningún ateo seguro de la ausencia de Dios, ningún científico convencido de los beneficios del escepticismo ante las promesas de las creencias de moda, ningún racionalista dispuesto a participar en el peor talk-show para defender sus ideas y ningún bright con su mente bien lustrada para desafiar el discurso de los vendedores de paraísos artificiales, debería pensar que conseguirá imponer su opinión azuzando el “peligro social” de las creencias rivales. Hace falta –como lo dijo el filósofo francés Henri Peña-Ruiz– un “ideal positivo, no reactivo”: resaltar lo que es común a todos, más allá de las diferencias. “La libertad de conciencia –continúa– no es religiosa o atea en sí misma: es la facultad de elegir sin la obligación de adherir a una versión determinada de la espiritualidad” [3].
El rechazo que causa la exagerada presencia mediática del discurso de voceros de una religión invasiva no tiene que hacer perder el pie ante estos desafíos. Que no deben enfrentar dogmas teístas con ideologías de signo contrario sino preservar los principios comunes de las sociedades democráticas. Dice Peña-Ruiz: “La humanidad es una antes de especificarse en creencias, así que (el laicismo) es también un principio de fraternidad”. Por eso, uno de los desafíos es extender el reclamo por una coexistencia ecuánime de todas las opciones espirituales, incluida la que no tiene ninguna. Y eso sólo se conseguirá exigiendo la separación de la Iglesia del Estado. ¿Le parece poco? No crea.
1. Los Bright (“brillantes”) proponen difundir la concepción naturalista del mundo, liberarla de elementos sobrenaturales y místicos y educar a la sociedad en los principios de una participación igualitaria de todos los ciudadanos en la vida pública. Es impulsada, entre otros, por Richard Dawkins y Daniel Dennett. Web: http://www.the-brights.net/
2. La etiqueta Bright fue ampliamente cuestionada. Ver The Big “Bright” Brouhaha - An Empirical Study on an Emerging Skeptical Movement, por Michael Shermer. http://www.skeptic.com/
3. Peña-Ruiz, Henri “La laicidad como principio fundamental de libertad espiritual y de igualdad. Conferencia celebrada en Madrid el 18 de noviembre del año 2000. http://www.europalaica.com/
Alejandro Agostinelli es periodista, escritor, y secretario de redacción de la revista de divulgación científica Neo. Es miembro consultor de la revista Pensar.
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