No hay tragedia más grande para el humanismo que la noción popular de que la moralidad se encuentra atada a la religión. El agnóstico o el ateo son vistos con muchas reservas en cuanto a los principios morales que rigen su comportamiento o la convicción con que pueda sostenerlos. En general, los no creyentes son considerados intrínsicamente inmorales o por lo menos libertinos.
La religión es lastre y es pereza. Es un lastre pesado porque no sólo es una inversión de tiempo y recursos, sino también es una renuncia al uso del intelecto; la religión no sólo exige que cambies la manera de pensar sino también limita el uso del juicio propio.
Por otro lado es pereza porque al desplazar el juicio propio por el de otros de naturaleza supuestamente sobrenatural abrimos la ventana a las excusas y la autocomplacencia. Exenta a la mente del individuo de evaluar y analizar los alcances de sus acciones y los reemplaza por estatismo basado en la obediencia. Como dicen los yunquistas: el que obedece no se equivoca.
El ateismo antepone al hombre sobre cualquier romanticismo y lo condena a la libertad. La libertad y la responsabilidad de cada una de las elecciones que hace. Evaluando los beneficios y costos para si mismo, para su familia y su comunidad, el ateo es un individuo sin excusas ni justificaciones.
Las iglesias han convencido a la mayor parte de la raza humana de creer en lo increíble, darle crédito a lo inverosímil, racionalizar lo irracional. Un ateo es alguien que no puede creer en algo que no tiene base racional, que es nada más que una fantasía y una delusión arrastrada desde la infancia ignorante y supersticiosa de la raza humana.
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